domingo, 7 de octubre de 2012

Las lanchas almacén, delivery integral


Vende desde alimentos a tarjetas de celulares. A muchos, ya sea isleños, comercios o turistas; los saca de apuros. Para otros, en cambio, los más alejados; es casi un servicio esencial.

Es como una réplica del arca de Noé. Pero en vez de estar llena de parejas de animales, está abarrotada de comida. El profeta Noé concibió el arca como una forma de preservar a las especies después del diluvio. Estas lanchas, también, pueden ayudar a subsistir por un buen tiempo a los navegantes que se encuentren embarcados en una de ellas varados en el medio del río. Es que algunas de estas lanchas cargan hasta 15 toneladas de comida. En una de ellas surca los ríos Luján y Carapachay Aníbal Isea. Provee de todo a comercios, turistas y obviamente isleños residentes. Desde hace más de 25 años recorre estos ríos lunes, martes, viernes, sábados y domingos. También se lo conoce en estos pagos como Cachito. En la lista hay de todo: aguas, garrafas, carbón, verduras, pan, salames, envasados en  general y muchas otras cosas más. “Es un supermercado chino flotante”, grafica el marino haciendo un gesto de pasen y vean. Una vez embarcados en el puerto de frutos, arrancan los motores y una vieja y negra radio con dial a rosca. Está todo listo para zarpar.



Ya metido en el Carapachay una dupla de turistas yanquis sacude las manos. “Los gringos te pueden pedir hasta lo más insólito: una vuelta querían gorros por el tremendo calor que hacía; lo que me falta es que ponga una boutique acá adentro”, ironiza. Ya atracado al muelle, el rubio, víctima de la ansiedad; se mete en la ventana del lanchón: - Uauu esto es loco – se sorprende como nene con chiche nuevo… - Hola amico, cómo está?... io busco carbón y fósforos y algo de pan, usté tiene? -, pregunta en un aceptable castellano. Isea lo mira y devuelve la gentileza: - ¡Gelou fren! Sí, tenemos. ¿Alguna otra cosita? -. Pero los turistas, sonrisa de por medio y para evitar el improvisado lenguaje, cierran el pedido con el ademán típico de la firma en el aire. Pero antes del “Hasta la vista” piden el click que guardará el recuerdo de una lancha almacén para siempre. Contentos, pagan y se alejan al camping. La lancha continúa río arriba. De acuerdo a las paradas que vaya teniendo puede tardar 12 horas entre ida y vuelta. Llegará hasta el kilómetro 15 del río Carapachay.

Ahora una nueva clienta de jogging gastado y pelo revuelto mañanero se apoya en la baranda del muelle y flamea las manos. Cachito estaciona. - ¡Hola! ¿Sabés que me quedé sin crédito en el celular, decime que tenés tarjetas? -, pregunta con cierta impaciencia Silvia Carreras. Cuenta que se vino a pasar el fin de semana a la isla y una llamada inesperada le comió todo el crédito. Pareciera que nada es desafío para Aníbal porque tiene los plásticos: -¿De 10, 20 o 50? -, apura. Silvia se despacha con un “50 por las dudas”. Despachado. Aníbal baja la palanca de velocidades y la lancha arranca; continuará a la velocidad crucero de 12 nudos hasta que alguien lo vuelva a parar. La radio cada vez sintoniza menos. La lejanía del continente y las casas cada vez más distantes entre sí lo van dejando, de alguna manera, solitario.

Y ya en los suburbios del Delta de Tigre, allá por el kilómetro 15 del río Carapachay, Aníbal volantea la vuelta. Repetirá, entonces, río abajo el regreso. Los vecinos olvidadizos saldrán a su encuentro, el resto ya estará en otra cosa.

Cuando Aníbal no es patrón de abordo se dedica al box, entrena en un gimnasio de Tigre todos los días que puede. Los brazos fornidos y la espalda ancha denotan su rutina de ejercicios diaria. Pero no todos los días puede acercarse al gimnasio ya que el trabajo lo obliga a levantarse a las 5 de la mañana para buscar fruta, verdura y carne fresca ni bien abren los mayoristas. Tiene que tener todo listo para las 8.30, horario en que el barco deja el puerto de frutos, salvo que las noticias de Prefectura que llegan por la otra radio de frecuencia modulada indiquen que no se puede salir a navegar.

Agua Bendita


Juan Martín di Lernia fue durante 20 años el cura isleño. Hoy, sigue bajo su luz, la feligresía de la Isla Martín García y celebra ceremonias en distintas capillas del Delta de Tigre. Tiene 52 años y desde los 24 ejerce, en Tigre, el Ministerio Sacerdotal. En 1982 se acercó al Delta y desde aquel entonces siempre estuvo ligado a las islas. Un resumen de su vida.




¿Cómo fueron tus inicios en la Isla?
En 1982 hubo una gran inundación en el Delta, recuerdo que los camalotes venían por el río Paraná desde el litoral, tapando arroyos del bajo Delta y el Río de la Plata. A comienzos del 83 se acercó a la Iglesia una directora de escuela del Arroyo Merlo del Delta entrerriano, recuerdo que se llamaba Elsa Colicho. Me contó que tenían el agua metida en las quintas desde hacía cuatro meses y que la gente no podía trabajar con la madera que era su fuente de trabajo. Muchos alumnos de su escuela estaban en su casa y en otra vivienda lindera al establecimiento. El Gobierno no se había hecho cargo del problema y la gente estaba desesperada.

¿Y qué pasó?
Nos metimos al agua, podríamos decir…. Empezaron las visitas al lugar y luego organizamos colectas de alimentos y con un grupo de jóvenes empezamos a trabajar. Los isleños más castigados estaban en la tercera sección de islas, en San Fernando y por ese lado empezó la ayuda. Para ese tiempo el Paranacito estuvo inundado casi un año, llegó a salir en la tele imágenes de gente con el agua hasta el cuello. Éramos uno 20 misioneros recorriendo casa por casa llevando ropa y todo era una desolación, la gente no podía ni vender su madera ni el mimbre. Nosotros hicimos base en la Escuela 34 de Arroyo Borches y la Dirección de Transporte fluvial nos facilitaba las lanchas escolares para movernos y nosotros costeábamos el gas oil para los recorridos. Se fue dando una relación muy linda de confianza y amistad con todas las familias. Tanto es así que una vez superada la emergencia, seguimos yendo 10 años más al Borches.

¿Y ese espíritu solidario quedó de alguna manera impregnado en la gente?
Sí y todo eso que se gestó de alguna manera dura hasta hoy. Al tiempo, un grupo de vecinos del arroyo Naranjo se unió para formar una comisión y recuperar la vieja escuela abandonada que funcionaba en ese arroyo. Estaba muy destruida y ya la naturaleza la había tapado. Le propusieron al Municipio de San Fernando si podían recomponerla y usarla como capilla. Y es al día de hoy que sigue funcionando como tal.

¿Después de esto te convertiste, por decantación, en el cura isleño oficial?
Para esa época todavía los Jesuitas estaban en el Delta. De hecho, desde el año 1916 había una misión del Colegio del Salvador de Buenos Aires afincada en el Delta. Tengo muy presente al último sacerdote que estuvo durante 20 años en las islas, fue el Padre Nicolás Mihalevich que vivía en la Capilla Nuestra Señora del Rosario, ubicada en el Paraná Miní. No sé cuántos años tendría pero ya estaba viejito y enfermo por lo que me pidió ayuda en la tercera sección. Y ahí empezó diría formalmente mi sacerdocio, en el año 1984. A esa zona me dediqué hasta 1998. 

¿Cómo es ser cura en isleño?
En esos 10 años organizamos la Misión en 20 lugares del Delta donde una vez por mes se reunía a la comunidad de arroyos linderos a las capillas para la Misa y actividades en general que hacíamos con los isleños. Llegamos a tener dos lanchas de 40 pasajeros cada una para ayudar con los traslados a las reuniones. Recuerdo que una la habíamos reciclado, se llamaba La Concepción; y había servido durante 30 años para transportar a los alumnos de la Escuela Parroquial del Arroyo Abra Vieja. La otra, en cambio, la San Ignacio; la habíamos construido en el astillero Jiménez de Benavídez.

¿Y pasabas el día en cada lugar?
Sí. Después de la Misa venía la mateada y la charla en donde se tocaba cualquier tema. Luego, almuerzo a la canasta o un guiso o un asado y si venían  jóvenes de los grupos misioneros se hacía un fogón; y ahí sí: folclore con canto y baile incluido. Y ya a la tarde partidito de fútbol…

¿Jugabas?
Ja!… El cura también jugaba, aunque decían que daba con todo!JaJa… Y finalmente a eso de las cinco de la tarde emprendíamos la vuelta dejando a cada uno de los vecinos en sus casas. Y más o menos tipo 20 horas llegábamos a Dique Lujan a guardar las embarcaciones. 

En Delta no hay plazas y mucho pasa por estos lugares de sociabilización como puede ser una escuela o una capilla….
Sí, es así. Son lugares posibles para hacer vida social. Y para en mi caso misionar. En las escuelas además de lo educativo se realizan actividades de todo tipo, entre ellas, si la directora autoriza, la preparación de los niños para la primera comunión y confirmación. En unas 20 escuelas se permitía dicha actividad, por lo tanto había que visitarlas cada tanto, conseguir alguna maestra o mamá que hiciera de catequista y llevar adelante la formación de los niños y jóvenes. Días misionando y durmiendo en la lancha.....

Uf!.. dormir en una lancha… imagino esto con estos primeros fríos…..
Dormir en la lancha implicaba tener como techo a la infinidad de estrellas que se ven en el Delta. Te cuento de una vez que me acuerdo siempre: los jueves solía celebrar misa en Martín García, a las 19, y luego me quedaba a dormir allí. Pero un jueves debía volver a Tigre pero el río estaba muy complicado esa noche y me varé. Era julio: poca luna, mucha bruma y agua baja, una mezcla perfecta. Cuando sentí el encallamiento no me quedó otra que preparar la cama!! …. Así que tomé unos vasitos de licor que siempre tenía en la lancha además de la colchoneta y a la bolsa de dormir: Dormí hasta las seis de la mañana. Otras tantas veces solo amarraba en algún muelle solitario del delta y hacíamos con alguno de los que me acompañaba una fritanga con un tintito para pasar el frío. Son recuerdos permanentes de esa agua bendita que me permitió conocer a una comunidad isleña maravillosa.

lunes, 20 de agosto de 2012

Gas de los pantanos


La manera más natural de obtener gas

Atir Broggia mantiene vigente una tradición isleña de añares. Extrae gas subterráneo a través de un sistema artesanal mediante la conexión de tubos. La comida y el mate se cuecen a fuego lento.



A él, las facturas de gas, no le importa si vienen con aumento. Tampoco le preocupan los metros cúbicos que consume por mes. Muchos menos cuándo vence la boleta de ese recurso indispensable. Él tiene sus propias reservas. No es que haya hecho inversiones de magnitud ni que sea el CEO de una multinacional. Lejos de eso. Atir Broggia, de él se trata, es tercera generación de isleños. Y desde siempre extrae gas de las profundidades del fondo de su casa. Broggia vive en el arroyo Pacífico, en el delta de San Fernando; apenitas cruzando el desmesurado Paraná de las Palmas y desde hace pila de años saca gas butano acumulado de las entrañas de su tierra. Se lo conoce como “Gas de los pantanos”.

El viaje hasta lo de Broggia dura más de una hora en lancha colectivo. Ni bien se cruza el Paraná hay que bajar en el primer muelle que se lo conoce justamente con el apellido de Atir. Luego, sí viene la navegación por el arroyo Pacífico hasta la casa de este hombre que luce un impecable pelo blanco. Atir va muy poco al continente, “una vez por mes a cobrar la jubilación”. Y a veces a visitar a su hermano “pero nada más”, aclara. “Viví toda la vida acá, hago mis dulces, en algún momento planté mimbre y se los proveía a artesanos del Delta. También recuerdo cuando había más población y a veces nos juntábamos varios para hacer un partido de fútbol”, escarba en su memoria. La memoria de Atir tiene 85 años.

Invita a bajar en el precario muelle de su casa. El pulóver, en esta media tarde donde el sol ya deja de verse pleno, delata el frío que hará en apenas minutos. Del bote un salto al muelle. ¡Pero cuidado! Las maderas crujen al impacto y la estructura tambalea. En un juego de rayuela se evitan los agujeros en los peldaños. Olor a hojas resecas que se queman en alguna salamandra cercana. No es momento de distracción: una pisada imprecisa puede ser un chapuzón inesperado. Sin mediar protocolos, pero con cortesía, Atir da la bienvenida y extiende el brazo para indicar el camino hacia dónde se encuentra el motivo de la visita.  Mientras que camina hasta el frondoso e interminable fondo adelanta como es que extrae el  gas de los pantanos: “Mediante un sistema de tubos que se encastran y que se van enterrando bajo tierra se llega hasta donde se acumula el gas; la idea es ir testeando con un encendedor cuando por el tubito sale gas. En ese momento quiere decir que estamos frente a una gran garrafa natural”, apunta. Una vez encontrado el reservorio natural, una manguera es conectada al tubo y de ahí a un tanque de agua que se usa como lugar de almacenamiento. Este tanque de agua está metido en un gran recipiente con agua alrededor para evitar que el gas se escape. Y desde ese tanque, mediante un sistema de llaves, se habilita la apertura del circuito para que el gas llegue a la hornalla. El mate y la comida se calientan con gas de los pantanos. La casa, en cambio, se hornea con gas de garrafas. Atir siempre tiene una garrafa a mano, aunque jura que “en verano casi no las uso porque con lo que saco yo alcanza para lo que necesito”, 



La noche se coló sin permiso y el frío atiza el cuerpo. Es apenas marzo. “¿Mate?, pregunta sabiendo la respuesta. Sin esperarla apura el paso lento hacia la cocina. La pava al costado de la hornalla ya está preparada para verter el agua. El mantel a cuadrillé naranja y negro, tipo pollera de estudiante, está prolijamente limpio y estirado para la ocasión. Vuelca el agua y en ese trayecto el líquido humea. La llamita que la mantuvo a temperatura es de un azul intenso. Es el color perfecto para saber que el gas y las instalaciones están bien.

La cocina en planta baja. A las habitaciones se llega subiendo unas escaleras de concreto. La heladera, en la cocina, arriba de unos tacos de madera por las inundaciones. Atir convida con pan y dulce casero de ciruela. Y cuenta: “Antes era una práctica muy usual en el Delta sacar gas butano, solo que en aquel entonces se lo encontraba a sólo cinco metros de profundidad. Hoy, en cambio hay que buscarlo 20 metros bajo tierra”, remarca Broggia. Es que al igual que ocurre a gran escala, sucede lo mismo en el terreno de Broggia: las reservas se agotan y es necesario buscar el gas butano cada vez más en las entrañas de la tierra. 

Gato Blanco, el muelle del buen comer

Gato Blanco, el muelle del buen comer



A la boca le deben todo. A raíz de ella y del arte del buen comer se le sumó, con el tiempo, el arte de la comunicación y los comensales una vez satisfechos, retirados y ya con la panza ricamente llena transmitieron con el “boca en boca” los manjares de este restaurante isleño. Se llama Gato Blanco y está sobre el río Capitán, sinónimo de la grandeza que es ese emprendimiento para el lugar. “Es así como nos hicimos conocidos, de a poco con lo que la gente iba diciendo una vez que nos visitaron, estamos en un lugar que no es una vidriera, hasta aquí han llegado miles de turistas tanto locales como extranjeros desde infinidad de lugares”, comparte Marcelo Oliveira, dueño junto a su hermano Ricardo. Escarba su memoria y recuerda que una vez unos turistas mexicanos llegaron con una servilleta del restaurante que tenía el nombre del mozo que los había atendido la vez anterior. Hospitalidad isleña le dicen por estos pagos. Comensales internacionales como Richard Gere, Matt Damon, Ricardo Montaner o Joan Manuel Serrat, entre tantos otros, han podido degustar un aristocrático bife bien ancho de chorizo. Y tierno.

Pero antes de llegar a la coartada dónde se esconde el sabor, el Delta cautiva con su vastedad salvaje y natural que le pide al turista el retrato fotográfico para el recuerdo. El viaje dura aproximadamente 50 minutos y la lancha se mete por ríos que son generalmente transitables por su calado. Pero el factor tiempo es una variable que a la mañana cuándo los hermanos se levantan saben cómo vendrá el negocio al mediodía: “Si llueve sale shopping y en la isla estamos solos”, grafica Marcelo en referencia a los turistas. Gato Blanco abre solamente al mediodía todos los días del año. “Nosotros siempre estuvimos vinculados a Tigre, mi padre cuando vino de Portugal vivió desde chiquito hasta los 7 años acá en la isla. Luego se instaló en la estación fluvial de Tigre dónde actualmente sigue trabajando un puesto de comidas rápidas”, rememora Ricardo. En el año 1984, intrépidos, se decidieron a comprar como inversión ese caserón del que quedan algunos vestigios en sus nobles maderas y en el hogar a leña que calienta el húmedo invierno isleño. “Siempre se barajó la posibilidad de colocar un restaurante ya que había muy pocos y cuando nos metimos, estábamos nadando en algo muy grande: hubo que hacer movimientos de tierra y dragados para rellenar y levantar el terreno”. En aquel año de vientos democráticos el primero que los recibió fue justamente un gato blanco. Al año la vejez mató su séptima vida y los hermanos Oliveira entendieron que ya tenían el nombre por el que su emprendimiento se haría famoso. Se inauguró a fines de noviembre de 1986. La cocina es clásica tradicional, con pescados, mariscos, pastas y parrilla.

Para 2004 el éxito acompañaba lo que había nacido como una inversión sin destino cierto y los hermanos dieron el batacazo construyendo un poderoso deck con grandes sombrillas dónde solamente allí pueden almorzar 200 personas. El viento y el sol pasaron a ser protagonistas del almuerzo también. A su vez continuó el salón interior como alternativa ya que allí hay capacidad para otras 200 personas más. “Estar en contacto con la naturaleza, en un ambiente al aire libre fue muy bien recibido por el público”. El Gato Blanco también ofrece un amplio verde para hacer una caminata relajante y a veces algunos tienen la posibilidad de ver algún fanático del lugar que llegó hasta allí en helicóptero. La máquina descansa y los chicos berrean alrededor de ella aunque la sorpresa también está asegurada para mayores. Los otros, los que tienen embarcación propia llegan con sus lanchas y algunos con cruceros que fondean frente al restaurante para que un valet parking recoja a los pasajeros. Para cuando llega el perfume del final, a la despedida aun le queda el coletazo del viaje de vuelta en lancha pero ahora la mirada se pierde con el silencio del que se siente satisfecho.



Gato Blanco es sinónimo del Delta. "Si hubiera una propuesta para abrir una sucursal en el continente ya no sería Gato Blanco", se sincera Marcelo. Gato Blanco, en definitiva, es una pincelada de color en el exuberante verde del Delta.

Cómo llegar
Desde  Buenos Aires, son alrededor de 30 km a Tigre por ruta Panamericana, acceso Tigre hasta estación Fluvial. En la estación fluvial de Tigre está el stand número 3 del Gato Blanco dónde informarse. Lanchas colectivas: salidas días de semana: 11.30, 12.45 y 14.15 y tardan 50 minutos aproximadamente. Fines de semana y feriados: salidas cada media hora a partir de las 11 hasta las 15 horas. Regresos: días de semana: 14 horas y 15.15, 16 y 17 horas.  Y fines de semana y feriados los regresos son a partir de las 14.30 cada una hora hasta las 17.30.