Vende desde alimentos a
tarjetas de celulares. A muchos, ya sea isleños, comercios o turistas; los saca
de apuros. Para otros, en cambio, los más alejados; es casi un servicio
esencial.
Es como una réplica del arca de Noé. Pero en vez de estar
llena de parejas de animales, está abarrotada de comida. El profeta Noé
concibió el arca como una forma de preservar a las especies después del
diluvio. Estas lanchas, también, pueden ayudar a subsistir por un buen tiempo a
los navegantes que se encuentren embarcados en una de ellas varados en el medio
del río. Es que algunas de estas lanchas cargan hasta 15 toneladas de
comida. En una de ellas surca los ríos Luján y Carapachay Aníbal Isea. Provee
de todo a comercios, turistas y obviamente isleños residentes. Desde hace más
de 25 años recorre estos ríos lunes, martes, viernes, sábados y domingos. También
se lo conoce en estos pagos como Cachito. En la lista hay de todo: aguas,
garrafas, carbón, verduras, pan, salames, envasados en general y muchas otras cosas más. “Es un
supermercado chino flotante”, grafica el marino haciendo un gesto de pasen y
vean. Una vez embarcados en el puerto de frutos, arrancan los motores y una
vieja y negra radio con dial a rosca. Está todo listo para zarpar.
Ya metido en el Carapachay una dupla de turistas yanquis sacude las
manos. “Los gringos te pueden pedir hasta lo más insólito: una vuelta querían
gorros por el tremendo calor que hacía; lo que me falta es que ponga una
boutique acá adentro”, ironiza. Ya atracado al muelle, el rubio, víctima de la
ansiedad; se mete en la ventana del lanchón: - Uauu esto es loco – se sorprende
como nene con chiche nuevo… - Hola amico, cómo está?... io busco carbón y
fósforos y algo de pan, usté tiene? -, pregunta en un aceptable castellano.
Isea lo mira y devuelve la gentileza: - ¡Gelou fren! Sí, tenemos. ¿Alguna otra
cosita? -. Pero los turistas, sonrisa de por medio y para evitar el improvisado
lenguaje, cierran el pedido con el ademán típico de la firma en el aire. Pero
antes del “Hasta la vista” piden el click que guardará el recuerdo de una
lancha almacén para siempre. Contentos, pagan y se alejan al camping. La lancha
continúa río arriba. De acuerdo a las paradas que vaya teniendo puede tardar 12
horas entre ida y vuelta. Llegará hasta el kilómetro 15 del río Carapachay.
Ahora una nueva clienta de jogging gastado y pelo revuelto mañanero se
apoya en la baranda del muelle y flamea las manos. Cachito estaciona. - ¡Hola! ¿Sabés
que me quedé sin crédito en el celular, decime que tenés tarjetas? -, pregunta
con cierta impaciencia Silvia Carreras. Cuenta que se vino a pasar el fin de
semana a la isla y una llamada inesperada le comió todo el crédito. Pareciera
que nada es desafío para Aníbal porque tiene los plásticos: -¿De 10, 20 o 50? -,
apura. Silvia se despacha con un “50 por las dudas”. Despachado. Aníbal baja la
palanca de velocidades y la lancha arranca; continuará a la velocidad crucero
de 12 nudos hasta que alguien lo vuelva a parar. La radio cada vez sintoniza
menos. La lejanía del continente y las casas cada vez más distantes entre sí lo
van dejando, de alguna manera, solitario.
Y ya en los suburbios del Delta de Tigre, allá por el kilómetro 15 del río
Carapachay, Aníbal volantea la vuelta. Repetirá, entonces, río abajo el regreso.
Los vecinos olvidadizos saldrán a su encuentro, el resto ya estará en otra
cosa.
Cuando Aníbal no es patrón de abordo se dedica al box, entrena en un
gimnasio de Tigre todos los días que puede. Los brazos fornidos y la espalda
ancha denotan su rutina de ejercicios diaria. Pero no todos los días puede
acercarse al gimnasio ya que el trabajo lo obliga a levantarse a las 5 de la
mañana para buscar fruta, verdura y carne fresca ni bien abren los mayoristas.
Tiene que tener todo listo para las 8.30, horario en que el barco deja el
puerto de frutos, salvo que las noticias de Prefectura que llegan por la otra
radio de frecuencia modulada indiquen que no se puede salir a navegar.